
En verano de 2009, y como parada intermedia de nuestro "interraíl" a Estambul, tuve la oportunidad de conocer junto con mis amigos esta bonita ciudad, antigua capital de Bulgaria. Lo más destacable fue la odisea tanto para llegar como para salir de allí. Para llegar tuvimos que coger un tren desde Bucarest, que en unas 6 horas nos llevó a Veliko; lo mejor era el calor que había fuera (unos 50 grados), que era aún mayor dentro. Suerte que los "revisores" tenían unas grandiosas latas de cerveza en su nevera particular, y que nos las vendían de buena gana. Además parecían no acabarse nunca! Total, que algo perjudicados ya llegamos a Veliko, acompañados por una simpática neozelandesa y un curioso personaje danés, donde nos recibió Phedio, el dueño del albergue donde nos ibamos a hospedar, y que más tarde nos invitaría a un licor casero (rakia) que hacía con su padre. Al día siguiente tuvimos la oportunidad de pasear por la ciudad, ver la gran fortaleza de Tsaverets y unas cuantas iglesias ortodoxas, bajo las exigencias del personajillo danés. Así pasamos el día, de iglesia en iglesia, hasta que llegó la tarde y abandonar la ciudad, para coger de nuevo el mismo tren (esta vez sin billete ni nada), que nos llevaría directamente hasta Estambul, en un grandioso viaje de 16 horas, en el que la verdad, nos pasó casi de todo. Compartir vagón-litera con unas gitanas contrabandistas, sobornar a los revisores, que nos cayeran cucarachas en la cara... pero todo esto da para mucho, así que ya lo contaré en otra ocasión.
¿Volver? Claro que me gustaría volver. Como decía Chris (más conocido como Charlie Rankle), aquel era el lugar perfecto para desconectar, lejos de todo, donde se respiraba una increíble tranquilidad. Además, no perdería la ocasión para visitar el Monasterio de Rila (aunque pilla algo lejos) y la región de los Siete Lagos, que tiene bastante buena pinta. Se intentará volver pues!
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